El primer juicio oral y público por delitos de lesa humanidad que se sucede en San Rafael, nos permite experimentar y amasar cantidad de cosas como para no dejar en el olvido la tarea de saber, hacer y rearmar.
Hemos podido escuchar día tras día retazos de historias que, en la calma del mate, de la reflexión y el debate con otros y con una misma, ya en soledad, se han ido transformando en historia completada, o casi.
Y no es historia de libro, aún, ni de manual. Por ahora, sencillamente, es historia apenas de gente. Y de caminos forzados a recorrer, compulsados a caminar, por los muchachos y muchachas que en los ’70 creyeron en la bondad, si la hubiere, y lo ineludible de la política y la solidaridad para abastecer de justicia y equidad a la sociedad.
Así es que, día tras día, estructuras personales e institucionales se han visto removidas, puestas en duda, puestas en verdad, revueltas, reveladas y rebeladas. Con el poto al aire, diría el cuyano.
Desde intendentes hasta empresarios; desde policías hasta sacerdotes. Y, por otro lado (es imprescindible decir “por otro lado”), desde maestros hasta artesanos y desde médicos hasta cosechadores de uva, y hasta periodistas.
Esto enseña, y cómo. También sacude el polvo acumulado por los años de ocultamientos y silencio, de complicidades y falta de humanidad.
Durante una buena parte, desde el inicio de las audiencias, hubo respeto a pesar de oír iniquidades y de sorprendernos el dolor, aun preparados para escucharlo. Porque sentirlo es una cosa interna, íntima y madura, pero escucharlo lo hace sólido y material, con peso, con color, con sabor, con olores.
Así y todo, el devenir fue lo bastante racional como para sostener ese respeto del que hablamos, junto a nuestra calma inquieta macerada durante muchos años.
Y de pronto, un día de la semana pasada, sucedió un hecho por demás decidor: forzaron una puerta de la casa de una integrante de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de San Rafael, invadieron cada rincón, tiraron ropas, papeles, cajones de muebles. En fin. Cuando llegamos, era un reguero de cosas domésticas insultadas. Se llevaron (solo se llevaron) el sable que pertenecía al padre de Alicia Morales, que había sido restaurado y guardado como recuerdo de su carrera en Caballería. Y una mochila. La mía, también miembro de la Asamblea de San Rafael, con algunas ropas y cosas de poco valor, excepto algún libro. Nada más.
Hasta ahora, todo es un misterio absolutamente iluminado, claro está. Tan claro. Anoche, domingo por la noche, o ya lunes iniciado, hubo más. Habiendo gente adentro de la casa, luces, ¿protección?, voces, hogar, se debió vivir la experiencia poco saludable de oír pasos por los techos, andar de pies anónimos; amenaza concreta y reiterada. Nada más.
Aunque hayan sido ataques a un domicilio específico, no es a una ni a dos ni a tres personas en particular a quienes se ha apuntado. Es a todos, todas y a cada uno y una, que integramos organismos de Derechos Humanos. A la Justicia. A la sociedad. A la verdad. A la misma historia argentina y latinoamericana. A la vida.
Analizamos; quizá no concluyamos, pero nos preguntamos. De entre esas tantas cosas que amasamos, ¿acaso supone alguien que también se incluye el miedo? ¿Alguien puede creer que el empeño y el amor puestos en buscar a un cuerpo amado, a un hijo desprotegido, a un amigo irreemplazable, a un hermano perdido, a un compañero admirado, puede ser una fuerza menor que el temor? Sí, es de imaginar que lo crean. Porque tal vez el miedo persista y el terror lo siga alertando. Pero lo que queremos, lo que buscamos, lo que exigimos, es más, mucho más fuerte que esa otra impronta atávica del hombre. Lo que queremos es memoria, verdad, justicia.
Lo que también nos seguimos preguntando es el porqué de esa mutación del respeto nervioso, por qué no, que existía. Por qué ahora agresión, si es un juicio y nos apoyamos en la ley para juzgar; por qué la violencia, si sabemos esperar, llorar y caminar.
¿Será por la presencia de esos abogados, como los san Emeterio o los Curutchet o como se llamen, que defienden y han defendido a genocidas y que andan y desandan el país con esa meta, el alarde de fuerza clandestina?
¿Será que a San Rafael, esa poblana y santificada ciudad del sur, la hemos regañado y trizado en sus cimientos?
¿Será que la iglesia en su oscuridad y complicidad, calla y otorga?
Será que creen que no los seguiremos buscando.
Sonnia De Monte, octubre/2010