Una historia de la dictadura uruguaya
Mientras se la llevaban los militares decidió que
había que trasmitirle tranquilidad a su marido: escribió el mensaje en un papel
y lo dejó sobre la mesa para que lo encontrara al volver. Más de 40 años
después, su hijo subió esa pequeña carta a las redes sociales y dio la vuelta
al mundo. Infojus Noticias habló con los protagonistas para reconstruir la
historia de ese gesto de amor en medio del horror
Por: Ana
Fornaro
Graziella
Formoso desayunaba y se apuraba para ordenar. Eran las nueve de la mañana y su
padre la estaba por pasar a buscar para llevarla de Pando hasta Montevideo,
donde cursaba en la facultad de la Agronomía. Ese día, el 9 de julio de 1974,
le tocaba la clase de Edafología 2. Su marido Luis había salido más temprano:
era fecha patria en Argentina y de eso hablaba la radio que sonaba de fondo.
Graziella
recogía sus apuntes para irse a la facultad y Blanquita, la lavandera del
barrio, desplegaba la ropa en la calle. Entonces los vio: un grupo de militares
se acercaba por la vereda. “Están viniendo para acá”, pensó, mirando la cara
aterrada de la lavandera. Y esperó. Los hombres golpearon la puerta y entraron
sin mediar palabra. Avanzaron hacia la pieza de entrada donde estaba el juego
de comedor, regalo de su mamá. En la mesa había papeles desparramados y un
adorno con los versos de “Caminante no hay camino” de Antonio Machado. Eso
miraba fijo Graziella cuando se animó a preguntar:
-Ustedes
quiénes son.
Eran las
Fuerzas Conjuntas, el organismo de la dictadura que abarcaba las Fuerzas
Armadas y la Policía. Le preguntaron su nombre. Ella respondió. Le dijeron que
tenía que irse con ellos.
-Yo soy el
capitán Aguerre.
Graziella
pensó en su marido. Sacó una hoja y una lapicera del bolso de la facultad y
escribió: “Luis: me vinieron a buscar las fuerzas conjuntas. Hay comida en la
heladera”. Tenía 21 años, estaba aterrada pero necesitaba transmitirle tranquilidad.
Todo tenía que seguir como siempre.
Graziella no
veía nada por la capucha pero en el camión percibió las piernas largas de
Adriana, una compañera de la Unión de Juventudes Comunistas (UJC). Viajaron
durante 45 minutos por un camino accidentado. Cuando las bajaron se dio cuenta
que estaban cerca de una estación de tren. Plantadas frente a una pared blanca,
miraban el piso de cemento y escuchaban como alguien corría de acá para allá:
-¡Número! –
gritaba uno de los militares.
El mayor
Mario Aguerre era el encargado del operativo. El capitán Eduardo Caussi hacía
los interrogatorios. Años después Graziella sabría que estaban en un cuartel de
San Ramón, al norte del departamento de Canelones y que el jefe allí era
teniente coronel Juan Carlos Geymonat.
Eran las 10
y media de la mañana cuando la hicieron pasar a la sala sanitaria donde un
médico le preguntó si padecía alguna enfermedad, si tomaba alguna medicación.
Después de tomarle los datos y preguntarle por su obra social le dijo:
-¿A quién le
avisamos en caso de fallecimiento?
Graziella
les dio la dirección de sus padres y la volvieron a subir al camión. Pudo
correrse un poco la capucha y allí vio a Adriana y a otra compañera, Alicia. El
grupo electrógeno del vehículo, que se encendía y apagaba, la ponía nerviosa.
“Luis y mis
padres ya deben saber que me llevaron. La lavandera les tiene que haber contado
todo”, se decía para tranquilizarse. Y de golpe se dio cuenta por qué estaba ahí:
había participado de unas pintadas para denunciar la muerte de la estudiante
Nibia Sabalsagaray, asesinada mientras la torturaban con submarino seco.
Recordaba la última vez que la había visto viva. Estaba sentada sobre una mesa
junto a un montón de volantes, con una polera amarilla y una falda negra.
Sonreía.
La autopsia
de Nibia la hizo el entonces médico, Marcos Carámbula, que luego en democracia
llegaría a ser intendente de Canelones. Su familia había pedido una autopsia
porque los militares decían que se había suicidado. En eso pensaba Graziella
todavía arriba del camión.
Allí los
días pasaban todos iguales. Las mantenían paradas desde las seis de la mañana
hasta las 10 de la noche. Y cada tanto las dejaban ir al baño. Primero
interrogaron a Alicia, se quebró y la liberaron. Años después sería la maestra
de su primer hijo. A Adriana la llevaron para hacerle submarino y después la
encerraron en una celda.
Y le llegó
su momento.
El teniente
Caussi le preguntó sobre los comunistas.
-Yo fui a un colegio católico. No tengo nada que ver con comunistas- respondió
Graziella.
Desde el
otro cuarto escuchaba cómo hablaban de los itinerarios de pintadas de
militantes de la Federación de Estudiantes Universitarios de Uruguay (FEUU).
Allí escuchó los nombres de sus compañeros y el suyo propio. Y se quedó sin
aire, como si le estuvieran comprimiendo el pecho. Los habían delatado y
esperaban que ella hiciera lo mismo. Se calló la boca.
Le hicieron
firmar un papel donde decía que no había recibido malos tratos y se resignó.
Sentía que iba a pasar allí mucho tiempo. Así que se impuso una rutina: barrer
la celda con una escoba chica, y caminar. En un momento un oficial, de traje
impecable, se acercó al agujero de su puerta para preguntarle por qué no comía
carne.
-Soy
vegetariana
-Si no come, se va morir.
Supo después
que era el coronel Geymonat.
El 18 de
julio, otra fecha patria, pero esta vez de Uruguay, la volvieron a subir al
camión. Grazziela pensó que la llevaban a otro chupadero, pero la bajaron en
una esquina de Pando, su ciudad. Estaba libre. No lo podía creer. Lo primero
que hizo fue refugiarse en una iglesia y agradecerle a la Virgen.
No quería
volver a su casa. Tenía miedo y tampoco tenía plata para pagar el boleto hasta
lo de sus padres. Fue hasta la casa de la madre de Adriana y de allí la
llevaron a la granja donde se reencontró con su familia. Su cuñado Dámaso y sus
padres habían recorrido todo Canelones para encontrarla. Dieron con su paradero
porque un militar filtró su nombre.
A Luis, su
marido, lo vio recién varios días después.
***
“Después de estas experiencias hay
cosas en ti que cambian. Empecé a apreciar la suerte de tener un hogar con
Luis, a mis padres, a mi cuñado. Empecé a valorar el poder moverme con
libertad, sin cuerdas en las manos y sin capuchas”, dice Graziella a Infojus
Noticias.
Tuvo que
dejar la facultad porque perdió el semestre. Y empezó a ayudar a sus padres en
la granja. Despicaba pollos, los vacunaba, clasificaba los huevos. Luis
trabajaba como profesor de matemáticas en un secundario hasta que lo
destituyeron en 1976. Antes de eso, volvieron a allanar su hogar dos veces más.
Los llevaban a la fuerza de choque de Canelones en vagones de ferrocarril. Allí
conoció a otra encapuchada, Jovita Lainez, una argentina que habían detenido en
Montevideo. Graziella declaró esto mismo en la Comisión para la Paz creada por
el presidente Jorge Batlle (2000-2005).
El
matrimonio Rodríguez tuvo la posibilidad de exiliarse en Buenos Aires pero
decidieron quedarse en Uruguay porque sus familias necesitaban ayuda.
Con la llegada de la democracia, en 1985, restituyeron en el cargo a Luis,
quien falleció de muerte súbita en 1999. Graziella se quedó sola criando a sus
hijos Luis Humberto y Pablo. El mayor es psiquiatra y el menor, Pablo, se está
por recibir de abogado. Fue él quien, la semana pasada, publicó en Facebook la
nota que su madre le dejó a su padre 41 años atrás. Esa cartita la había
guardado su abuela en una biblia todos estos años y se la legó como un tesoro
cuando falleció. Pablo posteó la nota y se viralizó al instante. En Uruguay,
donde una política de Estado para juzgar a los militares y reparar a las
víctimas sigue siendo una deuda, esta cartita apareció como una manera de
recuperar la memoria.
Después de
que falleciera su marido, el secundario donde trabajaba Luis lo homenajeó
nombrando una sala con su nombre. Ahora Graziella se dedica al acompañamiento
de enfermos, luego de cuidar durante muchos años a su hermano. Conserva poco
contacto con sus compañeros de militancia. Y se ha aferrado toda la vida, dice,
a la máxima artiguista: “Nada podemos esperar sino de nosotros mismos.”
AF/SH