Torturador, represor, asesino, dictador y fusilador
Fue el único jerarca de la última dictadura que logró ser electo en democracia. Responsable de más de treinta centros clandestinos, su vida política comenzó a declinar cuando se supo que tenía una cuenta en Suiza. Fue condenado a prisión perpetua en 2008.
Por Victoria Ginzberg
“Bussi ha agarrado con una manguera a garrotear hasta que los ha muerto. Los ha muerto a esos dos personalmente”, relató un ex conscripto.
Cada quince días, llegaba por la noche al Arsenal Miguel de Azcuénaga. Los detenidos estaban atados con cables, los ojos vendados y de rodillas frente a un pozo recién excavado. Se hacía presente con su uniforme de campaña y con el casco debajo del brazo. Daba la orden de disparar al mismo tiempo que apretaba él mismo el gatillo a pocos centímetros de la nuca de la primera víctima. Así murió Ana Cristina Corral, de 16 años, que había sido secuestrada en su casa de San Miguel de Tucumán. Antonio Domingo Bussi, su asesino, murió ayer, 35 años después, a los 85 años, en el Instituto de Cardiología de Tucumán, debido a “un cuadro de insuficiencia cardíaca descompensada con alteraciones a la función pulmonar y renal”. Agonizaba desde el martes. “Mi papá es un hueso duro de roer”, dijo en la puerta de la Clínica Ricardo Bussi, mientras la muerte le llegaba lentamente al único jerarca de la dictadura que logró ser electo en democracia. Fue velado en una ceremonia íntima. Será enterrado en Pilar, condenado y degradado.
Antonio Domingo Bussi nació en Entre Ríos el 17 de enero de 1926 y en 1975 reemplazó a Acdel Vilas como jefe del Operativo Independencia, que fue la antesala y globo de ensayo del terrorismo de Estado en Tucumán. Se había preparado para eso: había viajado como observador a la guerra de Vietnam, donde fue recomendado como un interesante cuadro para una guerra antisubversiva e hizo el curso regular del Command and General Staff en Fort Leavenworth, Kansas. Sus jefes en el Ejército consideraban que se desempeñaba en “las misiones con gran escrupulosidad, celo y empeño, haciendo mucho más de lo preciso en el cumplimiento del deber”.
Con la dictadura, el mismo 24 de marzo de 1976 asumió como interventor y jefe militar de Tucumán. Fue responsable de las más de mil desapariciones en los más de treinta centros clandestinos que funcionaron en la provincia, entre ellos, la Jefatura Central de Policía, el Comando Radioeléctrico, el Cuartel de Bomberos, la Escuela de Educación Física, el Reformatorio y El Motel, Nueva Baviera, Lules, Fronterita y, el más importante, el Arsenal Miguel de Azcuénaga. Además, como explica el Nunca Más, “a la provincia de Tucumán le cupo el siniestro privilegio de haber inaugurado la ‘institución’ Centro Clandestino de Detención como una de las herramientas fundamentales del sistema de represión montado en la Argentina”. “La Escuelita” de Famaillá fue el primer sitio documentado por la Conadep montado especialmente para torturar y asesinar a personas secuestradas.
Como dictador de Tucumán no se privó de nada. Ordenó ejecuciones y ejecutó con sus manos. Planificó torturas y torturó con sus manos. Y también corrió a los mendigos y tullidos de las calles de la provincia y los exilió en un desierto de Catamarca. Al relatar ese episodio en 2004 en una nota en el diario La Nación, el escritor Tomás Eloy Martínez calificó a Bussi como un “pequeño tirano”, “feroz exterminador de disidentes” y “tiranuelo de Tucumán”. El tiranuelo le inició un juicio y le reclamó cien mil pesos por “daño moral”. Pero perdió. El juez Daniel Alioto recordó que “se llama tirano al jefe de una facción que obtiene el poder de manera irregular y gobierna una ciudad sin la distribución de competencias propias de un régimen republicano”, algo que incluso sin contar las muertes y torturas cuadraba con el rol que ejerció Bussi durante la última dictadura. El magistrado también descartó que la palabra “exterminador” perjudicara la reputación del represor “a la luz de sus antecedentes y de los registros de algunas circunstancias de su actuación pública”.
En 1999, Página/12 publicó el testimonio de un ex conscripto llamado Domingo Antonio Jerez que revelaba al mismo tiempo la existencia de un hasta el momento desconocido centro clandestino tucumano, Caspichango, y detallaba la participación directa del dictador en asesinatos a finales de 1976: “Bussi siempre andaba. Una vez lo han hecho llamar del Timbó Viejo, lo han hecho llamar exclusivamente para esa noche. Porque han agarrado a dos personas y este hombre ha ido. Estábamos parando en una escuela que había ahí. Nosotros estábamos acampando en una carpa. Yo he visto a dos, pero había más. Por esos dos exclusivamente ha ido Bussi. Siempre los tenían en slip, bien atados con sogas, boca abajo. A él lo hacen pasar para adentro, entonces yo miro por una rendija que había, no por la puerta, había que cuidarse de todo y ahí empezó a garrotearlos como dos horas, preguntándoles cosas, haciéndolos sufrir. Raro era al que no lo hacían sufrir. Bussi ha agarrado con una manguera a garrotear hasta que los ha muerto. Esa noche los ha muerto a esos dos personalmente. Al otro día nos han empezado a regalar cajas de cigarrillos, me acuerdo que a mí me han regalado tres cajas. Yo no fumaba pero lo mismo he agarrado porque eran cigarrillos finos”. La declaración de Jerez su sumaba a la más conocida del gendarme Omar Eduardo Torres, quien contó ante la Conadep cómo Bussi les daba el tiro de gracia a los secuestrados en el Arsenal Miguel de Azcuénaga. Los fusilamientos se hacían a 300 metros del centro clandestino, en el monte. Bussi usaba el arma reglamentaria, una 11.25, y una pistola 9 milímetros. El pozo lo rociaban con querosén o nafta y siempre había leña a mano para quemar los cuerpos.
También ladrón
Con la democracia se salvó de rendir cuentas a la Justicia gracias a las leyes de impunidad. Esto le permitió ser uno de los personajes de la última dictadura, junto con el subcomisario Luis Abelardo Patti, que mejor se “recicló” en democracia. Logró cumplir con el sueño masserista de ser ungido por el voto luego de fundar su propio partido, Fuerza Republicana.
Fue electo diputado nacional en 1993 y dos años después, gobernador. La “voluntad popular” lo acompañó a pesar de sus crímenes, pero su carrera política declinó cuando se supo que además de asesino, también había sido ladrón. El escándalo que no se había producido porque un represor fuera diputado y gobernador, estalló cuando los diarios contaron que Bussi tenía una cuenta en Suiza. La información se conoció en el marco de la investigación del juez español Baltasar Garzón sobre el genocidio argentino. “No lo niego ni lo afirmo”, dijo el entonces gobernador tucumano. Ese día, ante las cámaras de televisión, dejó de lado sus gestos feroces y lloró. Al día siguiente, la Legislatura aprobó la formación de una Comisión investigadora y poco después la cámara de diputados de la Nación abrió la declaración jurada que había hecho en 1993, en la que no figuraba el depósito en el extranjero. Así que volvió a llorar ante la prensa, reconoció la cuenta Suiza y que había evitado mencionarla al asumir su banca de diputados. “Se trató de una omisión sin intencionalidad”, aseguró. Dijo que el dinero era producto de “becas otorgadas por el Ejército y el gobierno de los Estados Unidos” y que lo había mandado al exterior en los años de la hiperinflación. La Legislatura tucumana le inició un juicio político y lo suspendió durante sesenta días, pero la oposición sólo juntó 16 de los 19 votos necesarios para destituirlo, aunque en el ínterin se conoció que también tenía casi 250 mil dólares en la Hollandsche Bank-Unie NV que estaban a nombre de su mujer, Josefina Bigolio, y su hija Fernanda Bussi, y que poseía una cantidad de bienes que no podía justificar en base a sus años de “servicio”. (Garzón ordenó el embargo de 17 departamentos en Palermo y Recoleta, sus cuentas bancarias –que ascendieron a ocho–, acciones y vehículos varios.)
La cuenta en Suiza también provocó un tribunal de Honor del Ejército, que lo sancionó con una amonestación grave. Se tuvo en cuenta su “actitud de quebrantamiento personal y el aflojamiento espiritual”. En 1999 volvió a ser electo diputado, pero esta vez, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos lo impugnó por sus crímenes y por haber ocultado sus cuentas en 1993 y la Cámara de Diputados le impidió asumir. La Corte, tiempo después, dijo que debía hacerlo, pero como el mandato había terminado, el caso quedó abstracto. El dictador insistió en las urnas en 2003. Y todavía tenía resto. 17 votos a su favor le alcanzaron para consagrarse como intendente de San Miguel de Tucumán. Pero no llegó a asumir. Finalmente, fue detenido.
En agosto de 2008 fue condenado a prisión perpetua por la desa-parición del senador peronista Guillermo Vargas Aignasse. Un crimen entre los más de mil que debían habérsele achacado. Pero uno que bastó para que no muriera impune. Durante el juicio se presentaba con una sonda y la barba canosa crecida y en sus últimas palabras volvió a llorar. Pero también reivindicó sus crímenes (“los delincuentes buscaban convertir el país en un satélite del comunismo internacional”) y se consideró un “perseguido”. Su estado de salud le permitió evitar otros banquillos, pero no lo salvó de ver cómo se hacía justicia ni cómo su partido se desintegraba (sacó 3,2 por ciento en la última elección y sus dos hijos, Ricardo y Luis José, fueron en listas separadas) ni de enterarse que el Ejército lo había dado de baja.
No es raro equiparar a los represores con monstruos. Pero los estudiosos explican que al deshumanizarlos se pierde la capacidad de analizar y comprender los crímenes y cómo éstos fueron posibles. Sin embargo, a veces, evitar esas comparaciones se hace difícil
Fue el único jerarca de la última dictadura que logró ser electo en democracia. Responsable de más de treinta centros clandestinos, su vida política comenzó a declinar cuando se supo que tenía una cuenta en Suiza. Fue condenado a prisión perpetua en 2008.
Por Victoria Ginzberg
“Bussi ha agarrado con una manguera a garrotear hasta que los ha muerto. Los ha muerto a esos dos personalmente”, relató un ex conscripto.
Cada quince días, llegaba por la noche al Arsenal Miguel de Azcuénaga. Los detenidos estaban atados con cables, los ojos vendados y de rodillas frente a un pozo recién excavado. Se hacía presente con su uniforme de campaña y con el casco debajo del brazo. Daba la orden de disparar al mismo tiempo que apretaba él mismo el gatillo a pocos centímetros de la nuca de la primera víctima. Así murió Ana Cristina Corral, de 16 años, que había sido secuestrada en su casa de San Miguel de Tucumán. Antonio Domingo Bussi, su asesino, murió ayer, 35 años después, a los 85 años, en el Instituto de Cardiología de Tucumán, debido a “un cuadro de insuficiencia cardíaca descompensada con alteraciones a la función pulmonar y renal”. Agonizaba desde el martes. “Mi papá es un hueso duro de roer”, dijo en la puerta de la Clínica Ricardo Bussi, mientras la muerte le llegaba lentamente al único jerarca de la dictadura que logró ser electo en democracia. Fue velado en una ceremonia íntima. Será enterrado en Pilar, condenado y degradado.
Antonio Domingo Bussi nació en Entre Ríos el 17 de enero de 1926 y en 1975 reemplazó a Acdel Vilas como jefe del Operativo Independencia, que fue la antesala y globo de ensayo del terrorismo de Estado en Tucumán. Se había preparado para eso: había viajado como observador a la guerra de Vietnam, donde fue recomendado como un interesante cuadro para una guerra antisubversiva e hizo el curso regular del Command and General Staff en Fort Leavenworth, Kansas. Sus jefes en el Ejército consideraban que se desempeñaba en “las misiones con gran escrupulosidad, celo y empeño, haciendo mucho más de lo preciso en el cumplimiento del deber”.
Con la dictadura, el mismo 24 de marzo de 1976 asumió como interventor y jefe militar de Tucumán. Fue responsable de las más de mil desapariciones en los más de treinta centros clandestinos que funcionaron en la provincia, entre ellos, la Jefatura Central de Policía, el Comando Radioeléctrico, el Cuartel de Bomberos, la Escuela de Educación Física, el Reformatorio y El Motel, Nueva Baviera, Lules, Fronterita y, el más importante, el Arsenal Miguel de Azcuénaga. Además, como explica el Nunca Más, “a la provincia de Tucumán le cupo el siniestro privilegio de haber inaugurado la ‘institución’ Centro Clandestino de Detención como una de las herramientas fundamentales del sistema de represión montado en la Argentina”. “La Escuelita” de Famaillá fue el primer sitio documentado por la Conadep montado especialmente para torturar y asesinar a personas secuestradas.
Como dictador de Tucumán no se privó de nada. Ordenó ejecuciones y ejecutó con sus manos. Planificó torturas y torturó con sus manos. Y también corrió a los mendigos y tullidos de las calles de la provincia y los exilió en un desierto de Catamarca. Al relatar ese episodio en 2004 en una nota en el diario La Nación, el escritor Tomás Eloy Martínez calificó a Bussi como un “pequeño tirano”, “feroz exterminador de disidentes” y “tiranuelo de Tucumán”. El tiranuelo le inició un juicio y le reclamó cien mil pesos por “daño moral”. Pero perdió. El juez Daniel Alioto recordó que “se llama tirano al jefe de una facción que obtiene el poder de manera irregular y gobierna una ciudad sin la distribución de competencias propias de un régimen republicano”, algo que incluso sin contar las muertes y torturas cuadraba con el rol que ejerció Bussi durante la última dictadura. El magistrado también descartó que la palabra “exterminador” perjudicara la reputación del represor “a la luz de sus antecedentes y de los registros de algunas circunstancias de su actuación pública”.
En 1999, Página/12 publicó el testimonio de un ex conscripto llamado Domingo Antonio Jerez que revelaba al mismo tiempo la existencia de un hasta el momento desconocido centro clandestino tucumano, Caspichango, y detallaba la participación directa del dictador en asesinatos a finales de 1976: “Bussi siempre andaba. Una vez lo han hecho llamar del Timbó Viejo, lo han hecho llamar exclusivamente para esa noche. Porque han agarrado a dos personas y este hombre ha ido. Estábamos parando en una escuela que había ahí. Nosotros estábamos acampando en una carpa. Yo he visto a dos, pero había más. Por esos dos exclusivamente ha ido Bussi. Siempre los tenían en slip, bien atados con sogas, boca abajo. A él lo hacen pasar para adentro, entonces yo miro por una rendija que había, no por la puerta, había que cuidarse de todo y ahí empezó a garrotearlos como dos horas, preguntándoles cosas, haciéndolos sufrir. Raro era al que no lo hacían sufrir. Bussi ha agarrado con una manguera a garrotear hasta que los ha muerto. Esa noche los ha muerto a esos dos personalmente. Al otro día nos han empezado a regalar cajas de cigarrillos, me acuerdo que a mí me han regalado tres cajas. Yo no fumaba pero lo mismo he agarrado porque eran cigarrillos finos”. La declaración de Jerez su sumaba a la más conocida del gendarme Omar Eduardo Torres, quien contó ante la Conadep cómo Bussi les daba el tiro de gracia a los secuestrados en el Arsenal Miguel de Azcuénaga. Los fusilamientos se hacían a 300 metros del centro clandestino, en el monte. Bussi usaba el arma reglamentaria, una 11.25, y una pistola 9 milímetros. El pozo lo rociaban con querosén o nafta y siempre había leña a mano para quemar los cuerpos.
También ladrón
Con la democracia se salvó de rendir cuentas a la Justicia gracias a las leyes de impunidad. Esto le permitió ser uno de los personajes de la última dictadura, junto con el subcomisario Luis Abelardo Patti, que mejor se “recicló” en democracia. Logró cumplir con el sueño masserista de ser ungido por el voto luego de fundar su propio partido, Fuerza Republicana.
Fue electo diputado nacional en 1993 y dos años después, gobernador. La “voluntad popular” lo acompañó a pesar de sus crímenes, pero su carrera política declinó cuando se supo que además de asesino, también había sido ladrón. El escándalo que no se había producido porque un represor fuera diputado y gobernador, estalló cuando los diarios contaron que Bussi tenía una cuenta en Suiza. La información se conoció en el marco de la investigación del juez español Baltasar Garzón sobre el genocidio argentino. “No lo niego ni lo afirmo”, dijo el entonces gobernador tucumano. Ese día, ante las cámaras de televisión, dejó de lado sus gestos feroces y lloró. Al día siguiente, la Legislatura aprobó la formación de una Comisión investigadora y poco después la cámara de diputados de la Nación abrió la declaración jurada que había hecho en 1993, en la que no figuraba el depósito en el extranjero. Así que volvió a llorar ante la prensa, reconoció la cuenta Suiza y que había evitado mencionarla al asumir su banca de diputados. “Se trató de una omisión sin intencionalidad”, aseguró. Dijo que el dinero era producto de “becas otorgadas por el Ejército y el gobierno de los Estados Unidos” y que lo había mandado al exterior en los años de la hiperinflación. La Legislatura tucumana le inició un juicio político y lo suspendió durante sesenta días, pero la oposición sólo juntó 16 de los 19 votos necesarios para destituirlo, aunque en el ínterin se conoció que también tenía casi 250 mil dólares en la Hollandsche Bank-Unie NV que estaban a nombre de su mujer, Josefina Bigolio, y su hija Fernanda Bussi, y que poseía una cantidad de bienes que no podía justificar en base a sus años de “servicio”. (Garzón ordenó el embargo de 17 departamentos en Palermo y Recoleta, sus cuentas bancarias –que ascendieron a ocho–, acciones y vehículos varios.)
La cuenta en Suiza también provocó un tribunal de Honor del Ejército, que lo sancionó con una amonestación grave. Se tuvo en cuenta su “actitud de quebrantamiento personal y el aflojamiento espiritual”. En 1999 volvió a ser electo diputado, pero esta vez, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos lo impugnó por sus crímenes y por haber ocultado sus cuentas en 1993 y la Cámara de Diputados le impidió asumir. La Corte, tiempo después, dijo que debía hacerlo, pero como el mandato había terminado, el caso quedó abstracto. El dictador insistió en las urnas en 2003. Y todavía tenía resto. 17 votos a su favor le alcanzaron para consagrarse como intendente de San Miguel de Tucumán. Pero no llegó a asumir. Finalmente, fue detenido.
En agosto de 2008 fue condenado a prisión perpetua por la desa-parición del senador peronista Guillermo Vargas Aignasse. Un crimen entre los más de mil que debían habérsele achacado. Pero uno que bastó para que no muriera impune. Durante el juicio se presentaba con una sonda y la barba canosa crecida y en sus últimas palabras volvió a llorar. Pero también reivindicó sus crímenes (“los delincuentes buscaban convertir el país en un satélite del comunismo internacional”) y se consideró un “perseguido”. Su estado de salud le permitió evitar otros banquillos, pero no lo salvó de ver cómo se hacía justicia ni cómo su partido se desintegraba (sacó 3,2 por ciento en la última elección y sus dos hijos, Ricardo y Luis José, fueron en listas separadas) ni de enterarse que el Ejército lo había dado de baja.
No es raro equiparar a los represores con monstruos. Pero los estudiosos explican que al deshumanizarlos se pierde la capacidad de analizar y comprender los crímenes y cómo éstos fueron posibles. Sin embargo, a veces, evitar esas comparaciones se hace difícil
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