Un inicio complicado para el juez fugitivo
Los consejeros de la Magistratura que actúan como fiscales acusaron a Romano de omitir en forma “deliberada” y “sistemática” la denuncia e investigación de secuestros, torturas y desapariciones durante la dictadura. Declararon testigos directos.
Por Irina Hauser
El juicio político al camarista mendocino fugitivo Otilio Romano no empezó de la mejor manera para él, ya que la defensora oficial que lo representa en su ausencia, Fabiana León, arrancó su exposición aclarando que está excusada de la defensa de acusados por violaciones a los derechos humanos, pero en este caso tuvo que aceptarla por una obligación profesional. Lo hizo, deslizó, según el criterio que sostiene la Defensoría General para este caso: que la acusación por mal desempeño que podría derivar en la destitución de Romano es independiente de la causa penal en su contra por un centenar de delitos de lesa humanidad. Sin embargo, para los dos consejeros de la Magistratura que actúan como fiscales, son cuestiones indisociables. De hecho lo acusaron de haber “omitido en forma reiterada y prolongada en el tiempo” la denuncia e investigación de secuestros, torturas y desapariciones “de los que habría tenido conocimiento” como fiscal y juez subrogante entre 1975 y 1983. Esa “omisión”, dijeron, fue “deliberada” y “sistemática” y muestra que “prestó una colaboración fundamental” con el terrorismo de Estado. En la primera audiencia del jury declararon ex detenidos, testigos directos.
Romano huyó a Chile un día antes de que el Consejo de la Magistratura lo suspendiera para iniciarle juicio político, a fines de agosto. Fue declarado prófugo en el expediente donde está procesado en Mendoza como partícipe en 103 crímenes de lesa humanidad. El juez Walter Bento pidió su captura, aunque la dejó supeditada al proceso de remoción. Si el Jurado de Enjuiciamiento destituye a Romano, se activará la orden de arresto. A diferencia del juicio penal, el político se puede hacer en ausencia. La defensora que actúa en su nombre jamás tuvo contacto con él. Ni siquiera sabe si sigue en territorio chileno. Para dejar su postura a salvo dijo: “No tengo que coincidir con Romano para defenderlo”. El eje de su defensa es que le imputan actos como fiscal y no como juez, lo que –sostiene– está fuera de la órbita del Consejo.
El juicio, presidido por la jueza Alicia Noli, empezó con la sala casi llena de asesores judiciales, organismos de derechos humanos y estudiantes. “Romano no reúne las calidades mínimas para continuar siendo magistrado”, advirtió Hernán Ordiales, representante del Poder Ejecutivo, acusador junto con el diputado Carlos Moreno (FpV). Le imputó siete cargos que confluyen en su “omisión deliberada” de “investigar y/o denunciar secuestros, torturas, violaciones, robos, golpes, que tuvo el privilegio de conocer en su calidad de fiscal federal y de juez federal subrogante, y de boca de las propias víctimas o de sus familiares más directos”. Al contrario, señaló Ordiales, contra ellos “demostró una llamativa diligencia” para acusarlos por “la (llamada) ley antisubversiva 20.840”. Su conducta, sostuvo, fue “funcional al aparato represivo” y se extendió después de su ascenso como camarista en 1993. Consideró que su carácter de prófugo es un agravante.
Los testigos dieron ejemplos palpables. Luz Faingold recordó su detención a los 17 años cuando militaba en el secundario y fue llevada al D2, una cárcel de adultos. De pelo negro lacio y ojos color miel, revivió ayer las torturas y agresiones sexuales que sufrió estando detenida “igual que todas las mujeres”, que nadie investigó. Contó el día que Romano –el fiscal que la acusaba de “delincuente subversiva”– apareció en su calabozo: “Abrió la puerta, miró y se fue. Yo estaba tirada en el piso, deshidratada. Pensé que venía a buscarme, a sacarme de ese lugar”. Romano y el ex juez Luis Miret –destituido el año pasado– negaron la restitución de Luz a sus padres, que la reclamaban.
Silvia Ontivero, de ojos chiquitos y corte carré, estuvo seis años detenida, en Mendoza y Devoto. Era delegada gremial de ATE. Recordó las golpizas y su ropa destruida por los ataques sexuales. “Le mostré al juez lo lastimada que estaba y me preguntó si me había caído”, relató. Romano era el fiscal. También lo era en el expediente que le armaron a Héctor Rosendo Chaves, abogado de presos políticos en los ’70. “Me indagaron tres años después de detenido; denuncié torturas y no se investigó nada. Es evidente la estrecha relación entre la Justicia y la represión”, dijo.
A Daniel Pina, médico, lo detuvieron por orden de Romano, acusándolo de integrar seis organizaciones. Al firmar una declaración con los ojos vendados escribió “Apelo”, alegando que era su apellido. En vano denunció torturas y el asesinato de otro preso, Luis Moriña. Otros detenidos, recordó, decían que Romano y Miret “presenciaban torturas”. Por la tarde testificó Alicia Saadi, que integraba la Comisión de Acuerdos del Senado cuando Romano fue nombrado camarista. Dijo que de haber habido impugnaciones –no hubo– ella no aprobaba el pliego.
Haydée Fernández conmovió a quienes la escuchaban. Bajita y rubiona, contó cómo pasó de defender presos políticos a caer presa por la “ley antisubversiva” el 16 marzo de 1976. Recordó “la picana eléctrica”, que dejaron de aplicarle “cuando se llenó de presos después del golpe”, y el laberinto judicial en el que Romano le decía a su hermana, que había presentado un hábeas corpus, que ignoraba dónde estaba. Detalló que quienes iban a ver a las presas llegaban bañados en whisky para no sentirles el olor y que una compañera fue torturada alrededor de la herida de una histerectomía que le acababan de practicar. “¿Qué más pruebas quieren de Romano? Toda la Justicia era cómplice, por eso nosotros no teníamos salida”, aseguró. “En la cárcel –le dijo a Página/12– soñábamos con que llegara este día, así resistíamos.”
Los consejeros de la Magistratura que actúan como fiscales acusaron a Romano de omitir en forma “deliberada” y “sistemática” la denuncia e investigación de secuestros, torturas y desapariciones durante la dictadura. Declararon testigos directos.
Por Irina Hauser
El juicio político al camarista mendocino fugitivo Otilio Romano no empezó de la mejor manera para él, ya que la defensora oficial que lo representa en su ausencia, Fabiana León, arrancó su exposición aclarando que está excusada de la defensa de acusados por violaciones a los derechos humanos, pero en este caso tuvo que aceptarla por una obligación profesional. Lo hizo, deslizó, según el criterio que sostiene la Defensoría General para este caso: que la acusación por mal desempeño que podría derivar en la destitución de Romano es independiente de la causa penal en su contra por un centenar de delitos de lesa humanidad. Sin embargo, para los dos consejeros de la Magistratura que actúan como fiscales, son cuestiones indisociables. De hecho lo acusaron de haber “omitido en forma reiterada y prolongada en el tiempo” la denuncia e investigación de secuestros, torturas y desapariciones “de los que habría tenido conocimiento” como fiscal y juez subrogante entre 1975 y 1983. Esa “omisión”, dijeron, fue “deliberada” y “sistemática” y muestra que “prestó una colaboración fundamental” con el terrorismo de Estado. En la primera audiencia del jury declararon ex detenidos, testigos directos.
Romano huyó a Chile un día antes de que el Consejo de la Magistratura lo suspendiera para iniciarle juicio político, a fines de agosto. Fue declarado prófugo en el expediente donde está procesado en Mendoza como partícipe en 103 crímenes de lesa humanidad. El juez Walter Bento pidió su captura, aunque la dejó supeditada al proceso de remoción. Si el Jurado de Enjuiciamiento destituye a Romano, se activará la orden de arresto. A diferencia del juicio penal, el político se puede hacer en ausencia. La defensora que actúa en su nombre jamás tuvo contacto con él. Ni siquiera sabe si sigue en territorio chileno. Para dejar su postura a salvo dijo: “No tengo que coincidir con Romano para defenderlo”. El eje de su defensa es que le imputan actos como fiscal y no como juez, lo que –sostiene– está fuera de la órbita del Consejo.
El juicio, presidido por la jueza Alicia Noli, empezó con la sala casi llena de asesores judiciales, organismos de derechos humanos y estudiantes. “Romano no reúne las calidades mínimas para continuar siendo magistrado”, advirtió Hernán Ordiales, representante del Poder Ejecutivo, acusador junto con el diputado Carlos Moreno (FpV). Le imputó siete cargos que confluyen en su “omisión deliberada” de “investigar y/o denunciar secuestros, torturas, violaciones, robos, golpes, que tuvo el privilegio de conocer en su calidad de fiscal federal y de juez federal subrogante, y de boca de las propias víctimas o de sus familiares más directos”. Al contrario, señaló Ordiales, contra ellos “demostró una llamativa diligencia” para acusarlos por “la (llamada) ley antisubversiva 20.840”. Su conducta, sostuvo, fue “funcional al aparato represivo” y se extendió después de su ascenso como camarista en 1993. Consideró que su carácter de prófugo es un agravante.
Los testigos dieron ejemplos palpables. Luz Faingold recordó su detención a los 17 años cuando militaba en el secundario y fue llevada al D2, una cárcel de adultos. De pelo negro lacio y ojos color miel, revivió ayer las torturas y agresiones sexuales que sufrió estando detenida “igual que todas las mujeres”, que nadie investigó. Contó el día que Romano –el fiscal que la acusaba de “delincuente subversiva”– apareció en su calabozo: “Abrió la puerta, miró y se fue. Yo estaba tirada en el piso, deshidratada. Pensé que venía a buscarme, a sacarme de ese lugar”. Romano y el ex juez Luis Miret –destituido el año pasado– negaron la restitución de Luz a sus padres, que la reclamaban.
Silvia Ontivero, de ojos chiquitos y corte carré, estuvo seis años detenida, en Mendoza y Devoto. Era delegada gremial de ATE. Recordó las golpizas y su ropa destruida por los ataques sexuales. “Le mostré al juez lo lastimada que estaba y me preguntó si me había caído”, relató. Romano era el fiscal. También lo era en el expediente que le armaron a Héctor Rosendo Chaves, abogado de presos políticos en los ’70. “Me indagaron tres años después de detenido; denuncié torturas y no se investigó nada. Es evidente la estrecha relación entre la Justicia y la represión”, dijo.
A Daniel Pina, médico, lo detuvieron por orden de Romano, acusándolo de integrar seis organizaciones. Al firmar una declaración con los ojos vendados escribió “Apelo”, alegando que era su apellido. En vano denunció torturas y el asesinato de otro preso, Luis Moriña. Otros detenidos, recordó, decían que Romano y Miret “presenciaban torturas”. Por la tarde testificó Alicia Saadi, que integraba la Comisión de Acuerdos del Senado cuando Romano fue nombrado camarista. Dijo que de haber habido impugnaciones –no hubo– ella no aprobaba el pliego.
Haydée Fernández conmovió a quienes la escuchaban. Bajita y rubiona, contó cómo pasó de defender presos políticos a caer presa por la “ley antisubversiva” el 16 marzo de 1976. Recordó “la picana eléctrica”, que dejaron de aplicarle “cuando se llenó de presos después del golpe”, y el laberinto judicial en el que Romano le decía a su hermana, que había presentado un hábeas corpus, que ignoraba dónde estaba. Detalló que quienes iban a ver a las presas llegaban bañados en whisky para no sentirles el olor y que una compañera fue torturada alrededor de la herida de una histerectomía que le acababan de practicar. “¿Qué más pruebas quieren de Romano? Toda la Justicia era cómplice, por eso nosotros no teníamos salida”, aseguró. “En la cárcel –le dijo a Página/12– soñábamos con que llegara este día, así resistíamos.”
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