Por Mario Wainfeld
La detención del otrora ministro José Alfredo Martínez de Hoz reaviva el debate sobre la política económica de la dictadura, con toda lógica. Pero el ciudadano Martínez de Hoz no está siendo procesado por su ideología ni por las reformas que implementó. Se lo acusa de un delito de lesa humanidad cometido en el contexto del terrorismo de Estado. El sistema legal vigente habilita acciones penales si existen crímenes supuestamente comprobados. El acusado goza de todas las garantías del debido proceso, incluida la presunción de inocencia. La acusación a “Joe” no es una genérica imputación sobre su acción de gobierno: versa sobre el secuestro extorsivo de Federico Gutheim y su hijo. Un caso típico de uso de la maquinaria estatal como parte de un plan sistemático de represión y exterminio.
Ese caso es, a su modo, curioso aunque no único. La mayoría de los detenidos, encarcelados, asesinados o desaparecidos por la dictadura fueron trabajadores. Federico Gutheim, en cambio, era un empresario. Integraba un sector que en su mayoría instigó a la dictadura, la nutrió de cuadros, la avaló y la encubrió. Pero hubo situaciones en que la violencia estatal se descargó contra protagonistas del sector empresario o de las clases altas, mayormente embanderadas con el Proceso. Fernando Branca pagó con la vida ser el esposo de Martha McCormak, amante del genocida Emilio Massera. Los señores de la vida y la muerte en la ESMA también secuestraron y asesinaron a otros empresarios y se apoderaron de sus bienes.
Martínez de Hoz fue un ideólogo del régimen (acaso el principal) pero, a la hora de la hora, embarró sus guantes blancos, en un desborde de poder sin límite.
Un delito concreto lo coloca ante un juez. Se celebra su arresto pensando en muchas otras responsabilidades, inextricablemente ligadas pero jurídicamente diferentes.
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El cronista interpreta que los objetivos de la dictadura trascendían a (eran más vastos y ambiciosos que) su plan económico. El proyecto era derruir la cultura política argentina, debilitar todas las formas de organización social, que eran muchas y aguerridas, desempatar la puja entre la clase trabajadora (eventualmente aliada a sectores medios) y los dueños del capital. Terminar con una sociedad de modales y demandas igualitarios o hasta jacobinos. Desmembrar el Estado benefactor que era su sustrato y revertir las conquistas laborales y sindicales, únicas en América del Sur.
El primer 2 de abril infausto de la dictadura fue el de 1976, cuando Martínez de Hoz enunció su programa económico, que contenía recetas consabidas, intentadas en ocasiones anteriores pero desbaratadas por la movilización popular. Los tecnicismos monótonos (Martínez de Hoz hablaba en voz baja e inexpresiva) se aderezaban con alusiones al “orden” y “la paz”, que iluminaban su afán: nuevos paradigmas para la política, nuevas reglas de comportamiento en la calle, en las costumbres cotidianas, en el arte, en las relaciones laborales. Sólo podían lograrse apelando a la violencia extrema, jamás irracional pues estaba centrada en toda la gama de los movimientos sociales y políticos. La masacre fue piedra basal de los cambios efectivamente logrados.
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El apellido, la formación académica, el abolengo de los dueños de la tierra lo diferenciaban de tantos uniformados de apellidos inmigrantes sin garbo: Videla, Massera, Agosti, Viola, Galtieri. La condición civil, la proveniencia de clase, las generaciones que se sucedieron en la Sociedad Rural acentuaban el aura de impunidad de Martínez de Hoz.
Cuando se reabrieron los juicios contra los represores, se puso de moda comentar que pagaban “perejiles”: médicos, policías o soldados de bajo rango. La sucesión de sentencias y procesos desmiente esa impresión inicial, ya han sido condenados jerarcas militares. Quedaba exenta la pata civil, en especial la proveniente de clases dominantes añejas, habituadas a ser intocables e intocadas. La detención de Martínez de Hoz es, en ese aspecto, un salto cualitativo.
Otro lugar común de la derecha doméstica aduce que la búsqueda de verdad y justicia clava la mirada atrás, distrae del futuro, entorpece el progreso. Ayer fue un día simbólico que refutó ese concepto. Casi en simultáneo con la detención en la Cámara de Diputados se trataba la ley de matrimonio gay, un paso gigantesco en materia de igualdad en derechos civiles y humanos, una prueba de maduración de la sociedad. Que hayan ocurrido este martes es una casualidad, pero, piensa el cronista, hay una densa lógica histórica que explica la simetría de ambos avances, sólo imaginables (y aun así, tan trabajosos) en democracia.
La detención del otrora ministro José Alfredo Martínez de Hoz reaviva el debate sobre la política económica de la dictadura, con toda lógica. Pero el ciudadano Martínez de Hoz no está siendo procesado por su ideología ni por las reformas que implementó. Se lo acusa de un delito de lesa humanidad cometido en el contexto del terrorismo de Estado. El sistema legal vigente habilita acciones penales si existen crímenes supuestamente comprobados. El acusado goza de todas las garantías del debido proceso, incluida la presunción de inocencia. La acusación a “Joe” no es una genérica imputación sobre su acción de gobierno: versa sobre el secuestro extorsivo de Federico Gutheim y su hijo. Un caso típico de uso de la maquinaria estatal como parte de un plan sistemático de represión y exterminio.
Ese caso es, a su modo, curioso aunque no único. La mayoría de los detenidos, encarcelados, asesinados o desaparecidos por la dictadura fueron trabajadores. Federico Gutheim, en cambio, era un empresario. Integraba un sector que en su mayoría instigó a la dictadura, la nutrió de cuadros, la avaló y la encubrió. Pero hubo situaciones en que la violencia estatal se descargó contra protagonistas del sector empresario o de las clases altas, mayormente embanderadas con el Proceso. Fernando Branca pagó con la vida ser el esposo de Martha McCormak, amante del genocida Emilio Massera. Los señores de la vida y la muerte en la ESMA también secuestraron y asesinaron a otros empresarios y se apoderaron de sus bienes.
Martínez de Hoz fue un ideólogo del régimen (acaso el principal) pero, a la hora de la hora, embarró sus guantes blancos, en un desborde de poder sin límite.
Un delito concreto lo coloca ante un juez. Se celebra su arresto pensando en muchas otras responsabilidades, inextricablemente ligadas pero jurídicamente diferentes.
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El cronista interpreta que los objetivos de la dictadura trascendían a (eran más vastos y ambiciosos que) su plan económico. El proyecto era derruir la cultura política argentina, debilitar todas las formas de organización social, que eran muchas y aguerridas, desempatar la puja entre la clase trabajadora (eventualmente aliada a sectores medios) y los dueños del capital. Terminar con una sociedad de modales y demandas igualitarios o hasta jacobinos. Desmembrar el Estado benefactor que era su sustrato y revertir las conquistas laborales y sindicales, únicas en América del Sur.
El primer 2 de abril infausto de la dictadura fue el de 1976, cuando Martínez de Hoz enunció su programa económico, que contenía recetas consabidas, intentadas en ocasiones anteriores pero desbaratadas por la movilización popular. Los tecnicismos monótonos (Martínez de Hoz hablaba en voz baja e inexpresiva) se aderezaban con alusiones al “orden” y “la paz”, que iluminaban su afán: nuevos paradigmas para la política, nuevas reglas de comportamiento en la calle, en las costumbres cotidianas, en el arte, en las relaciones laborales. Sólo podían lograrse apelando a la violencia extrema, jamás irracional pues estaba centrada en toda la gama de los movimientos sociales y políticos. La masacre fue piedra basal de los cambios efectivamente logrados.
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El apellido, la formación académica, el abolengo de los dueños de la tierra lo diferenciaban de tantos uniformados de apellidos inmigrantes sin garbo: Videla, Massera, Agosti, Viola, Galtieri. La condición civil, la proveniencia de clase, las generaciones que se sucedieron en la Sociedad Rural acentuaban el aura de impunidad de Martínez de Hoz.
Cuando se reabrieron los juicios contra los represores, se puso de moda comentar que pagaban “perejiles”: médicos, policías o soldados de bajo rango. La sucesión de sentencias y procesos desmiente esa impresión inicial, ya han sido condenados jerarcas militares. Quedaba exenta la pata civil, en especial la proveniente de clases dominantes añejas, habituadas a ser intocables e intocadas. La detención de Martínez de Hoz es, en ese aspecto, un salto cualitativo.
Otro lugar común de la derecha doméstica aduce que la búsqueda de verdad y justicia clava la mirada atrás, distrae del futuro, entorpece el progreso. Ayer fue un día simbólico que refutó ese concepto. Casi en simultáneo con la detención en la Cámara de Diputados se trataba la ley de matrimonio gay, un paso gigantesco en materia de igualdad en derechos civiles y humanos, una prueba de maduración de la sociedad. Que hayan ocurrido este martes es una casualidad, pero, piensa el cronista, hay una densa lógica histórica que explica la simetría de ambos avances, sólo imaginables (y aun así, tan trabajosos) en democracia.
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