Maria Claudia, madre de Macarena |
Por Jorge Majfud *
Saludo el derribo final de una de las leyes más vergonzosas de mi país y de la historia por la lucha por los derechos humanos.
Ahora sólo queda destruir otra tradición: la del miedo.
En las últimas horas hemos leído y escuchado a militares retirados manifestando nerviosismo por posibles juicios por crímenes y violaciones durante la dictadura y apelando al respeto por la voluntad del pueblo que ratificó la ilegítima Ley de Caducidad con una mayoría simple de abstenciones. Alguno incluso sacó a la luz un supuesto “pacto entre combatientes”, aludiendo al presidente de la República, los tupamaros y los ex militares represores. Como siempre, los pactos dejan por fuera a las verdaderas víctimas, a todos aquellos que fueron aterrorizados con una sistemática caza de brujas y bajo la cobarde excusa de que “los fines justifican los medios”.
Hemos repetido desde hace años el más básico de los conceptos: los derechos humanos no se negocian ni se plebiscitan. Cualquier ley que viole un solo derecho humano no sólo es inconstitucional; es inmoral y contra todo derecho natural.
En una democracia las decisiones de la mayoría se respetan. Excepto cuando se violan los derechos humanos de una sola persona. De lo contrario, deberíamos estar de acuerdo con las hordas que apedrean a las adúlteras y queman a los ladrones, por una simple razón de mayorías. Una democracia es mucho más que una simple dictadura de las mayorías. En una democracia las leyes no se violan; se cambian. Y el respeto y protección de los derechos humanos, así como el ejercicio de la justicia son sus componentes más básicos.
Saludo el principio del fin de esta Ley de Impunidad, no con alegría, sino con la serenidad que requiere y otorga cualquier acto de justicia.
No hay nada que festejar. Sólo hay una gigantesca lección histórica que aprender. Siempre he creído que la justicia que tarda no llega. Pero algo es algo y, sobre todo, queda la continuidad de un camino que afortunadamente y con mucho trabajo nos ha alejado algo de los tiempos de los barcos negreros, de los campos de concentración y la picana eléctrica.
No hay nada que festejar. Algo de la justicia que los uruguayos renunciaron o negaron a alguno de sus compatriotas apenas podría comenzar hoy. Podría. Conociendo los antecedentes, nada es seguro.
Saludo el derribo final de una de las leyes más vergonzosas de mi país y de la historia por la lucha por los derechos humanos.
Ahora sólo queda destruir otra tradición: la del miedo.
En las últimas horas hemos leído y escuchado a militares retirados manifestando nerviosismo por posibles juicios por crímenes y violaciones durante la dictadura y apelando al respeto por la voluntad del pueblo que ratificó la ilegítima Ley de Caducidad con una mayoría simple de abstenciones. Alguno incluso sacó a la luz un supuesto “pacto entre combatientes”, aludiendo al presidente de la República, los tupamaros y los ex militares represores. Como siempre, los pactos dejan por fuera a las verdaderas víctimas, a todos aquellos que fueron aterrorizados con una sistemática caza de brujas y bajo la cobarde excusa de que “los fines justifican los medios”.
Hemos repetido desde hace años el más básico de los conceptos: los derechos humanos no se negocian ni se plebiscitan. Cualquier ley que viole un solo derecho humano no sólo es inconstitucional; es inmoral y contra todo derecho natural.
En una democracia las decisiones de la mayoría se respetan. Excepto cuando se violan los derechos humanos de una sola persona. De lo contrario, deberíamos estar de acuerdo con las hordas que apedrean a las adúlteras y queman a los ladrones, por una simple razón de mayorías. Una democracia es mucho más que una simple dictadura de las mayorías. En una democracia las leyes no se violan; se cambian. Y el respeto y protección de los derechos humanos, así como el ejercicio de la justicia son sus componentes más básicos.
Saludo el principio del fin de esta Ley de Impunidad, no con alegría, sino con la serenidad que requiere y otorga cualquier acto de justicia.
No hay nada que festejar. Sólo hay una gigantesca lección histórica que aprender. Siempre he creído que la justicia que tarda no llega. Pero algo es algo y, sobre todo, queda la continuidad de un camino que afortunadamente y con mucho trabajo nos ha alejado algo de los tiempos de los barcos negreros, de los campos de concentración y la picana eléctrica.
No hay nada que festejar. Algo de la justicia que los uruguayos renunciaron o negaron a alguno de sus compatriotas apenas podría comenzar hoy. Podría. Conociendo los antecedentes, nada es seguro.
* Escritor uruguayo.
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