Los fusilados
Se están realizando los procesos por Margarita Belén, la U9 de La Plata y la UP1 de Córdoba. En cambio, la causa por Palomitas, en Salta, está paralizada. Las historias de los presos y los asesinatos.
Por Werner Pertot
“Una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y en horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga. Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias.” Rodolfo Walsh se refiere a un aspecto del terrorismo de Estado que durante muchos años fue opacado por la denuncia de los campos de exterminio. Se trata de las masacres de presos políticos y del rol que cumplieron las cárceles. Las tres principales matanzas de presos están siendo juzgadas: los fusilamientos en Córdoba, la masacre de Margarita Belén, en Chaco, y los pabellones de la muerte de La Plata. El único que sigue en suspenso es el de la Masacre de Palomitas, en Salta.
Por las cárceles de la dictadura pasaron entre 10 y 12 mil presos políticos, en paralelo a los desaparecidos. No se trató de dos realidades separadas: las cárceles y los campos clandestinos de detención y exterminio formaron un “continuum represivo”, según la denominación que encontró Pilar Calveiro. La politóloga (y sobreviviente de un campo) señala entre otras características comunes: los asesinatos en forma impune de prisioneros; la clasificación en “recuperables”, “casi recuperables” e “irrecuperables” y el “traslado” como eufemismo del asesinato.
La dictadura dividió el país en zonas, subzonas y áreas para organizar la represión. Hubo masacres de presos políticos en la zona 1 (los pabellones de la muerte), en la zona 2 (Margarita Belén) y en la zona 3 (los fusilamientos en Córdoba y la Masacre de Palomitas, además de los asesinatos de detenidos en Santiago del Estero y Jujuy). “En la Argentina no hay presos políticos. Quienes se hallan detenidos no lo son con motivo de sus ideas o de sus discrepancias con el gobierno sino por la comisión de gravísimos delitos”, afirmaba el dictador Jorge Rafael Videla ante el diario Clarín el 16 de junio de 1979.
Con la venia de Videla
Cuando lo detuvieron en 1973, Gustavo Tissera era obrero fabril y militante del PRT-ERP en Córdoba. Tras las torturas en una comisaría, fue a parar a la Cárcel de Encausados. “Inauguramos la cárcel”, recuerda Tissera. Los llevaron a la Cárcel de Encausados y los dejaron entre los presos comunes. “Ustedes son la pesada gil, porque roban pero para otros”, le decía un preso común. Los presos políticos tenían un régimen autoimpuesto. “Nosotros nos levantábamos tempranísimo, hacíamos gimnasia, estudiábamos. Luego de la caída del gobernador peronista Ricardo Obregón Cano trasladaron a los presos políticos a la Unidad Provincial 1 (UP1), en un pabellón especial. En diciembre de 1975 tuvieron la primera requisa pesada y el día del golpe se suspendieron todas las visitas. Los militares desembarcaron en la cárcel el 1º de abril. Los sacaron al patio a los golpes y culatazos. Les dejaron la celda pelada. “Lo único que nos quedó era una frazada”, recuerda Tissera.
El general Juan Bautista Sasiaiñ fue personalmente, entró a la celda de Tissera. Sasiaiñ miró un plato de caldo con dos o tres fideos. “Claro, así cualquiera es subversivo”, dijo y pateó el plato. “Están condenados a muerte. Pero no se pongan contentos, porque van a morir lentamente, de manera que se arrepientan de haber nacido”, les dijo. Golpeó a un preso y se fue. Desde entonces las diferencias entre lo que ocurría en esa cárcel y lo que pasaba en los campos se angostaron. Les tapiaron las ventanas y les dieron un tacho para hacer sus necesidades. Las guardias quedaron a cargo de la policía militar, la Gendarmería y los militares. Se generalizaron las palizas colectivas, las torturas, los simulacros de fusilamiento.
El capitán Gustavo Alsina era uno de los que más se ensañaba con las mujeres, a las que obligaron a entregar a sus bebés a las familias. “Despedite de tu hijo, porque no lo vas a ver más”, le dijo a una de ellas el represor Enrique Pedro Mones Ruiz, el mismo que llamó en el juicio “ese terrorista” al secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde.
El 5 de junio de 1976, en una de estas sesiones de tortura, en las que los obligaban a hacer ejercicios militares, Raúl “Paco” Bauducco recibió un golpe en la cabeza y cayó al suelo. El cabo Miguel Angel Pérez, que lo había golpeado, sacó su arma y se la puso en la cabeza. “No doy más”, le respondió Bauducco, cuando le ordenó levantarse. Pérez miró a su superior, Mones Ruiz, quien asintió. Y lo fusiló frente a cincuenta testigos.
En tandas, sacaron a grupos de presos y los fusilaron. A Eduardo Bártoli lo llevaron de la cárcel al centro clandestino de detención D2, donde lo mataron el 30 de abril junto a dos desaparecidos. No fue el único caso de conexiones entre cárcel y centros clandestinos: el oficial de inteligencia Carlos Yanicelli sacó de la cárcel a Diana Fidelman y la llevó al D2, donde se ensañaron con ella en la tortura por ser judía. “Te vamos a hacer jabón”, le decían. La salida la autorizó el juez Adolfo Zamboni Ledesma, lo que demuestra que la complicidad del Poder Judicial con el terrorismo de Estado está lejos de ser un patrimonio sólo de Mendoza.
El 17 de mayo fue el primero de los “traslados”. Diana Fidelman había estado bailando todo el día. Con las otras presas, hicieron una obra de teatro donde satirizaban a los represores, como forma de resistir las torturas diarias. Se la llevaron junto a Miguel Mozé, José Svagusa, Ricardo Verón, Eduardo Hernández, Ricardo Yung. Antes de que la fusilaran, ella los miró con sus ojos azules y les gritó: “No sean cobardes. Mátenme de frente”. El barrio escuchó los sonidos secos de los disparos.
El siguiente “traslado” fue el 28 de mayo. Una patota militar fue en busca de dos presos del ERP, Carlos Sgandurra y José Angel Pucheta. En el enfrentamiento fraguado en el que los fusilaron también mataron a José Osvaldo Villada, un desaparecido al que hicieron pasar como un miembro del “bando atacante”. El 19 de junio se llevaron a Claudio Zorrilla, Miguel Angel Barrera, Esther Berberis y Mirta Abdón. A las presas las tuvieron que sacar en andas. “Nos quieren matar”, gritaba La Turca Abdón. El 30 de junio fusilaron a José Cristian Funes y Marta Rosetti, quien antes de irse repartió su ropa entre todas sus compañeras.
El 14 de julio de 1976, Alsina sorprendió a José René “Turco” Moukarzel recibiendo un paquete de sal de un preso común. Lo desnudaron y lo estaquearon en un patio, donde le tiraron agua fría, mientras lo golpeaban. Lo dejaron una noche helada, hasta que murió. Alsina fue a la enfermería a ver el cuerpo y golpeó al enfermero que estaba intentando asistirlo. “Dejá que se atienda solo. Total, es médico”, le dijo.
El 12 de agosto de 1976 el teniente Osvaldo Quiroga retiró de la cárcel a Eduardo de Breuil, Gustavo de Breuil, Miguel Vaca Narvaja e Higinio Toranzo. Los encapucharon a todos. En un momento el vehículo se detuvo en un lugar donde había militares entrenando.
–Teniente D’Aloia, ¿va a jugar el sábado contra la escuela de aviación? –preguntó un soldado.
–Callate, que acá tenemos unos subversivos. Después te veo –contestó, irritado, el teniente Francisco D’Aloia.
Los vehículos volvieron a avanzar. Tiraron una moneda para decidir a cuál de los hermanos De Breuil dejaban vivo. A Eduardo lo obligaron a ver el fusilamiento de su hermano, de 21 años: “Ahora volvés a la cárcel y les contás esto que viste. Les va a pasar a todos”, le dijeron. El 20 de agosto fusilaron a Ricardo Tramontini y Liliana Páez y el 11 de octubre a Florencio Díaz, Pablo Balustra, Jorge García, Miguel Cevallos, Oscar Hubert y Marta González de Baronetto.
En el juicio están acusados, además de Videla y Luciano Benjamín Menéndez, otros 31 represores, incluidos Yanicelli, Quiroga, D’Aloia, Pérez, Alsina y Mones Ruiz.
Margarita Belén
Los presos políticos de la cárcel de Resistencia (Unidad 7 del Servicio Penitenciario Federal) tuvieron una larga discusión. Se habían enterado, gracias a un guardia, de que iban a fusilar a algunos de ellos. Incluso tenían una lista. La pregunta era: ¿Resistir colectivamente o dejar que sacaran a un grupo de presos? “Es mejor que maten a veinte y no a los doscientos que somos, compañeros”, argumentó Néstor Sala.
En la noche del 12 al 13 de diciembre de 1976 el oficial Oscar Casco se acercó a la reja y nombró a los que tenían que salir.
–¿Qué pasa, señor? –se le acercó Jorge Giles.
–Traslado, Giles, traslado.
–¿Un día domingo, celador?
–Yo sólo cumplo órdenes.
Afuera estaba lleno de camiones del Ejército. Casco dio un ultimátum: “¿No los quieren dejar salir? Yo me retiro y entra el Ejército. Pero no entran a buscarlo a Sala, sino para matarlos a todos por el delito de motín”. Néstor Sala salió, no sin antes dar un discurso ante los otros presos. “Hoy nos sacan para matarnos. Les pido que se lo cuenten a mi mujer, a mi hijo y al pueblo. ¡Viva Perón, carajo!”, gritó. Con él, se llevaron a Luis Angel Barco, Manuel Parodi Ocampo, Carlos Duarte, Luis Fransen, Mario Cuevas y Patricio Tierno.
Los llevaron a la Alcaidía donde los torturaron salvajemente. Luego, los juntaron con un grupo de desaparecidos y marcharon hacia Margarita Belén. Todos los militares y policías de la comitiva dispararon, en un pacto de sangre. Luego se sentaron a comer un asado en el lugar de la masacre.
En Chaco están siendo juzgados por esto Horacio Losito, Germán Riquelme, Guillermo Reyes, Athos Renés, Rafael Sabol, Luis Alberto Pateta, Ernesto Simoni, Aldo Martínes Segón y Luis Eduardo Chas. Norberto Tozzo está en trámite de extradición, preso en Brasil. “Tanto la causa de Córdoba como la de Chaco sustentaron la causa 13, del Juicio a las Juntas, porque allí están todas las huellas de la cadena de mandos”, planteó a Página/12 Jorge Giles, ex preso político y director del Inecip.
Pabellones de la Muerte
Eduardo Jozami llegó a La Plata en un traslado de Devoto en octubre de 1976. En diciembre, asumió un nuevo director: Abel Dupuy. El 13 de diciembre de 1976, el mismo día de la masacre de Margarita Belén, los sacaron a todos de la celda. “Nos hacían caminar entre dos filas de milicos con palos. Esa requisa fue la señal de que cambiaban las cosas en la cárcel. Fue de una violencia exagerada”, recuerda Jozami. Luego de su acto de asunción, Dupuy ordenó sacar todos los libros que les habían secuestrado (cerca de cinco mil) y los quemó en frente de la cárcel.
A partir de allí, se generalizaron las torturas: les hacían sacar la cabeza por el pasaplatos para golpearlos o pincharles los ojos, alternaban palizas con baños de agua helada. En una de estas sesiones, a Marcos Ibáñez Gatica lo dejaron en estado vegetativo y murió a los pocos días.
Lo mismo ocurrió en los casos de Juan Barrientos y Alberto Pintos.
El 3 de enero de 1977 organizaron a los presos según su procedencia política y su grado en las organizaciones armadas. En el pabellón 1 colocaron a los dirigentes de Montoneros. En el 2, a los del PRT-ERP. Los presos políticos los llamaron “los pabellones de la Muerte”. No se equivocaron. A las cinco de la tarde del 5 de enero de 1977 vinieron a buscar a Dardo Cabo y Rufino Pirles, dos dirigentes de Montoneros. Los raparon y los sacaron para un “traslado” a Sierra Chica. “El día que los sacan nos pareció medio raro. Dardo hacía preguntas: ‘Che, qué raro un traslado a esta hora’. Al otro día nos enteramos de que los habían matado. Después de eso cada vez que salías del pabellón te daban por muerto. A mí una vez me sacaron para ver un abogado y cuando volví, me recibieron como si hubiera resucitado”, relata Jozami, actual director del centro cultural de la memoria Haroldo Conti.
El 27 de enero se llevaron a Julio César Urien y Angel Georgiadis. Militante de Montoneros, Urien era marino y provenía de una familia militar, que hizo gestiones con el general Albano Harguindeguy y consiguió que no lo mataran. Luego de dos días encapuchado, lo subieron a una camioneta, lo colgaron de los pies y lo llevaron a la cárcel. “Apareció” en Sierra Chica. En su lugar, volvieron a La Plata y se llevaron a Horacio Rapaport, que estaba en una celda de castigo por haber reclamado por los otros dos presos que habían sacado.
La existencia de los pabellones de la muerte fue denunciada internacionalmente, lo que llevó a los represores a cambiar la metodología. “Nos volvió a tomar de sorpresa cuando lo sacan a Domínguez y a los dos compañeros del pabellón 2”, plantea Jozami. A Guillermo Segalli, Abel Carranza y Miguel Alejandro Domínguez los liberaron en febrero de 1978 (estaban a disposición del PE nacional). Afuera los esperaba una patota, que los secuestró. Poco después, el juez Eduardo Marquard le dio la libertad a Jorge García, que era en realidad Juan Pettigiani (estaba preso con un nombre falso). También lo secuestraron. La metodología se repitió el 21 de marzo de 1978 a las once de la noche, cuando dejaron salir al abogado Juan Carlos Deghi. Se lo llevaron dos Falcon verdes a cien metros de la salida de la cárcel. Sus hijas lo estaban esperando con las velitas en su casa para festejar su cumpleaños.
Se están realizando los procesos por Margarita Belén, la U9 de La Plata y la UP1 de Córdoba. En cambio, la causa por Palomitas, en Salta, está paralizada. Las historias de los presos y los asesinatos.
Por Werner Pertot
“Una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y en horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga. Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias.” Rodolfo Walsh se refiere a un aspecto del terrorismo de Estado que durante muchos años fue opacado por la denuncia de los campos de exterminio. Se trata de las masacres de presos políticos y del rol que cumplieron las cárceles. Las tres principales matanzas de presos están siendo juzgadas: los fusilamientos en Córdoba, la masacre de Margarita Belén, en Chaco, y los pabellones de la muerte de La Plata. El único que sigue en suspenso es el de la Masacre de Palomitas, en Salta.
Por las cárceles de la dictadura pasaron entre 10 y 12 mil presos políticos, en paralelo a los desaparecidos. No se trató de dos realidades separadas: las cárceles y los campos clandestinos de detención y exterminio formaron un “continuum represivo”, según la denominación que encontró Pilar Calveiro. La politóloga (y sobreviviente de un campo) señala entre otras características comunes: los asesinatos en forma impune de prisioneros; la clasificación en “recuperables”, “casi recuperables” e “irrecuperables” y el “traslado” como eufemismo del asesinato.
La dictadura dividió el país en zonas, subzonas y áreas para organizar la represión. Hubo masacres de presos políticos en la zona 1 (los pabellones de la muerte), en la zona 2 (Margarita Belén) y en la zona 3 (los fusilamientos en Córdoba y la Masacre de Palomitas, además de los asesinatos de detenidos en Santiago del Estero y Jujuy). “En la Argentina no hay presos políticos. Quienes se hallan detenidos no lo son con motivo de sus ideas o de sus discrepancias con el gobierno sino por la comisión de gravísimos delitos”, afirmaba el dictador Jorge Rafael Videla ante el diario Clarín el 16 de junio de 1979.
Con la venia de Videla
Cuando lo detuvieron en 1973, Gustavo Tissera era obrero fabril y militante del PRT-ERP en Córdoba. Tras las torturas en una comisaría, fue a parar a la Cárcel de Encausados. “Inauguramos la cárcel”, recuerda Tissera. Los llevaron a la Cárcel de Encausados y los dejaron entre los presos comunes. “Ustedes son la pesada gil, porque roban pero para otros”, le decía un preso común. Los presos políticos tenían un régimen autoimpuesto. “Nosotros nos levantábamos tempranísimo, hacíamos gimnasia, estudiábamos. Luego de la caída del gobernador peronista Ricardo Obregón Cano trasladaron a los presos políticos a la Unidad Provincial 1 (UP1), en un pabellón especial. En diciembre de 1975 tuvieron la primera requisa pesada y el día del golpe se suspendieron todas las visitas. Los militares desembarcaron en la cárcel el 1º de abril. Los sacaron al patio a los golpes y culatazos. Les dejaron la celda pelada. “Lo único que nos quedó era una frazada”, recuerda Tissera.
El general Juan Bautista Sasiaiñ fue personalmente, entró a la celda de Tissera. Sasiaiñ miró un plato de caldo con dos o tres fideos. “Claro, así cualquiera es subversivo”, dijo y pateó el plato. “Están condenados a muerte. Pero no se pongan contentos, porque van a morir lentamente, de manera que se arrepientan de haber nacido”, les dijo. Golpeó a un preso y se fue. Desde entonces las diferencias entre lo que ocurría en esa cárcel y lo que pasaba en los campos se angostaron. Les tapiaron las ventanas y les dieron un tacho para hacer sus necesidades. Las guardias quedaron a cargo de la policía militar, la Gendarmería y los militares. Se generalizaron las palizas colectivas, las torturas, los simulacros de fusilamiento.
El capitán Gustavo Alsina era uno de los que más se ensañaba con las mujeres, a las que obligaron a entregar a sus bebés a las familias. “Despedite de tu hijo, porque no lo vas a ver más”, le dijo a una de ellas el represor Enrique Pedro Mones Ruiz, el mismo que llamó en el juicio “ese terrorista” al secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde.
El 5 de junio de 1976, en una de estas sesiones de tortura, en las que los obligaban a hacer ejercicios militares, Raúl “Paco” Bauducco recibió un golpe en la cabeza y cayó al suelo. El cabo Miguel Angel Pérez, que lo había golpeado, sacó su arma y se la puso en la cabeza. “No doy más”, le respondió Bauducco, cuando le ordenó levantarse. Pérez miró a su superior, Mones Ruiz, quien asintió. Y lo fusiló frente a cincuenta testigos.
En tandas, sacaron a grupos de presos y los fusilaron. A Eduardo Bártoli lo llevaron de la cárcel al centro clandestino de detención D2, donde lo mataron el 30 de abril junto a dos desaparecidos. No fue el único caso de conexiones entre cárcel y centros clandestinos: el oficial de inteligencia Carlos Yanicelli sacó de la cárcel a Diana Fidelman y la llevó al D2, donde se ensañaron con ella en la tortura por ser judía. “Te vamos a hacer jabón”, le decían. La salida la autorizó el juez Adolfo Zamboni Ledesma, lo que demuestra que la complicidad del Poder Judicial con el terrorismo de Estado está lejos de ser un patrimonio sólo de Mendoza.
El 17 de mayo fue el primero de los “traslados”. Diana Fidelman había estado bailando todo el día. Con las otras presas, hicieron una obra de teatro donde satirizaban a los represores, como forma de resistir las torturas diarias. Se la llevaron junto a Miguel Mozé, José Svagusa, Ricardo Verón, Eduardo Hernández, Ricardo Yung. Antes de que la fusilaran, ella los miró con sus ojos azules y les gritó: “No sean cobardes. Mátenme de frente”. El barrio escuchó los sonidos secos de los disparos.
El siguiente “traslado” fue el 28 de mayo. Una patota militar fue en busca de dos presos del ERP, Carlos Sgandurra y José Angel Pucheta. En el enfrentamiento fraguado en el que los fusilaron también mataron a José Osvaldo Villada, un desaparecido al que hicieron pasar como un miembro del “bando atacante”. El 19 de junio se llevaron a Claudio Zorrilla, Miguel Angel Barrera, Esther Berberis y Mirta Abdón. A las presas las tuvieron que sacar en andas. “Nos quieren matar”, gritaba La Turca Abdón. El 30 de junio fusilaron a José Cristian Funes y Marta Rosetti, quien antes de irse repartió su ropa entre todas sus compañeras.
El 14 de julio de 1976, Alsina sorprendió a José René “Turco” Moukarzel recibiendo un paquete de sal de un preso común. Lo desnudaron y lo estaquearon en un patio, donde le tiraron agua fría, mientras lo golpeaban. Lo dejaron una noche helada, hasta que murió. Alsina fue a la enfermería a ver el cuerpo y golpeó al enfermero que estaba intentando asistirlo. “Dejá que se atienda solo. Total, es médico”, le dijo.
El 12 de agosto de 1976 el teniente Osvaldo Quiroga retiró de la cárcel a Eduardo de Breuil, Gustavo de Breuil, Miguel Vaca Narvaja e Higinio Toranzo. Los encapucharon a todos. En un momento el vehículo se detuvo en un lugar donde había militares entrenando.
–Teniente D’Aloia, ¿va a jugar el sábado contra la escuela de aviación? –preguntó un soldado.
–Callate, que acá tenemos unos subversivos. Después te veo –contestó, irritado, el teniente Francisco D’Aloia.
Los vehículos volvieron a avanzar. Tiraron una moneda para decidir a cuál de los hermanos De Breuil dejaban vivo. A Eduardo lo obligaron a ver el fusilamiento de su hermano, de 21 años: “Ahora volvés a la cárcel y les contás esto que viste. Les va a pasar a todos”, le dijeron. El 20 de agosto fusilaron a Ricardo Tramontini y Liliana Páez y el 11 de octubre a Florencio Díaz, Pablo Balustra, Jorge García, Miguel Cevallos, Oscar Hubert y Marta González de Baronetto.
En el juicio están acusados, además de Videla y Luciano Benjamín Menéndez, otros 31 represores, incluidos Yanicelli, Quiroga, D’Aloia, Pérez, Alsina y Mones Ruiz.
Margarita Belén
Los presos políticos de la cárcel de Resistencia (Unidad 7 del Servicio Penitenciario Federal) tuvieron una larga discusión. Se habían enterado, gracias a un guardia, de que iban a fusilar a algunos de ellos. Incluso tenían una lista. La pregunta era: ¿Resistir colectivamente o dejar que sacaran a un grupo de presos? “Es mejor que maten a veinte y no a los doscientos que somos, compañeros”, argumentó Néstor Sala.
En la noche del 12 al 13 de diciembre de 1976 el oficial Oscar Casco se acercó a la reja y nombró a los que tenían que salir.
–¿Qué pasa, señor? –se le acercó Jorge Giles.
–Traslado, Giles, traslado.
–¿Un día domingo, celador?
–Yo sólo cumplo órdenes.
Afuera estaba lleno de camiones del Ejército. Casco dio un ultimátum: “¿No los quieren dejar salir? Yo me retiro y entra el Ejército. Pero no entran a buscarlo a Sala, sino para matarlos a todos por el delito de motín”. Néstor Sala salió, no sin antes dar un discurso ante los otros presos. “Hoy nos sacan para matarnos. Les pido que se lo cuenten a mi mujer, a mi hijo y al pueblo. ¡Viva Perón, carajo!”, gritó. Con él, se llevaron a Luis Angel Barco, Manuel Parodi Ocampo, Carlos Duarte, Luis Fransen, Mario Cuevas y Patricio Tierno.
Los llevaron a la Alcaidía donde los torturaron salvajemente. Luego, los juntaron con un grupo de desaparecidos y marcharon hacia Margarita Belén. Todos los militares y policías de la comitiva dispararon, en un pacto de sangre. Luego se sentaron a comer un asado en el lugar de la masacre.
En Chaco están siendo juzgados por esto Horacio Losito, Germán Riquelme, Guillermo Reyes, Athos Renés, Rafael Sabol, Luis Alberto Pateta, Ernesto Simoni, Aldo Martínes Segón y Luis Eduardo Chas. Norberto Tozzo está en trámite de extradición, preso en Brasil. “Tanto la causa de Córdoba como la de Chaco sustentaron la causa 13, del Juicio a las Juntas, porque allí están todas las huellas de la cadena de mandos”, planteó a Página/12 Jorge Giles, ex preso político y director del Inecip.
Pabellones de la Muerte
Eduardo Jozami llegó a La Plata en un traslado de Devoto en octubre de 1976. En diciembre, asumió un nuevo director: Abel Dupuy. El 13 de diciembre de 1976, el mismo día de la masacre de Margarita Belén, los sacaron a todos de la celda. “Nos hacían caminar entre dos filas de milicos con palos. Esa requisa fue la señal de que cambiaban las cosas en la cárcel. Fue de una violencia exagerada”, recuerda Jozami. Luego de su acto de asunción, Dupuy ordenó sacar todos los libros que les habían secuestrado (cerca de cinco mil) y los quemó en frente de la cárcel.
A partir de allí, se generalizaron las torturas: les hacían sacar la cabeza por el pasaplatos para golpearlos o pincharles los ojos, alternaban palizas con baños de agua helada. En una de estas sesiones, a Marcos Ibáñez Gatica lo dejaron en estado vegetativo y murió a los pocos días.
Lo mismo ocurrió en los casos de Juan Barrientos y Alberto Pintos.
El 3 de enero de 1977 organizaron a los presos según su procedencia política y su grado en las organizaciones armadas. En el pabellón 1 colocaron a los dirigentes de Montoneros. En el 2, a los del PRT-ERP. Los presos políticos los llamaron “los pabellones de la Muerte”. No se equivocaron. A las cinco de la tarde del 5 de enero de 1977 vinieron a buscar a Dardo Cabo y Rufino Pirles, dos dirigentes de Montoneros. Los raparon y los sacaron para un “traslado” a Sierra Chica. “El día que los sacan nos pareció medio raro. Dardo hacía preguntas: ‘Che, qué raro un traslado a esta hora’. Al otro día nos enteramos de que los habían matado. Después de eso cada vez que salías del pabellón te daban por muerto. A mí una vez me sacaron para ver un abogado y cuando volví, me recibieron como si hubiera resucitado”, relata Jozami, actual director del centro cultural de la memoria Haroldo Conti.
El 27 de enero se llevaron a Julio César Urien y Angel Georgiadis. Militante de Montoneros, Urien era marino y provenía de una familia militar, que hizo gestiones con el general Albano Harguindeguy y consiguió que no lo mataran. Luego de dos días encapuchado, lo subieron a una camioneta, lo colgaron de los pies y lo llevaron a la cárcel. “Apareció” en Sierra Chica. En su lugar, volvieron a La Plata y se llevaron a Horacio Rapaport, que estaba en una celda de castigo por haber reclamado por los otros dos presos que habían sacado.
La existencia de los pabellones de la muerte fue denunciada internacionalmente, lo que llevó a los represores a cambiar la metodología. “Nos volvió a tomar de sorpresa cuando lo sacan a Domínguez y a los dos compañeros del pabellón 2”, plantea Jozami. A Guillermo Segalli, Abel Carranza y Miguel Alejandro Domínguez los liberaron en febrero de 1978 (estaban a disposición del PE nacional). Afuera los esperaba una patota, que los secuestró. Poco después, el juez Eduardo Marquard le dio la libertad a Jorge García, que era en realidad Juan Pettigiani (estaba preso con un nombre falso). También lo secuestraron. La metodología se repitió el 21 de marzo de 1978 a las once de la noche, cuando dejaron salir al abogado Juan Carlos Deghi. Se lo llevaron dos Falcon verdes a cien metros de la salida de la cárcel. Sus hijas lo estaban esperando con las velitas en su casa para festejar su cumpleaños.
El cinisno nauseabundo de Luciano Menéndez :
A Fermín Rivera lo sacaron de la cárcel y lo torturaron para que revele dónde habían enterrado a dos guerrilleros en 1974, luego del copamiento del regimiento de Villa María por parte del PRT-ERP. Lo metieron en un baúl de un auto y lo llevaron a una finca, cercana a Río Tercero. Allí montaron un show periodístico. El 4 de abril de 1978, el diario La Nación afirmó que “la ubicación de la vivienda y el hallazgo de la tumba fue posible por la declaración de un extremista actualmente detenido, quien se avino a cooperar con la acción judicial”. Luciano Benjamín Menéndez, en un despliegue de cinismo, defendió ante los periodistas el derecho de los padres a enterrar a sus hijos: “Este proceder de por sí inhumano es todavía más execrable cuando se piensa que esos muertos son después usados para engañar a desprevenidos y hacerlos pasar como desaparecidos, reclamando sobre el paradero de individuos que los propios delincuentes subversivos han enterrado”.
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